Históricamente, la mayor parte de las investigaciones al respecto se han concentrado en
el estudio de la aplicación de las reglas de los signos de puntuación. Es difícil encontrar
artículos científicos que den cuenta del porqué los estudiantes no terminan de puntuar bien,
de la efectividad de la metodología empleada y de si esta debe ser la misma para niños,
jóvenes y adultos. La puntuación es un mecanismo de primer orden para la cohesión y la
coherencia de un texto; sin embargo, en criterio de Cassany (1999, p.1) no se dedica el tiempo
suficiente a su práctica en la educación formal ni se enseña con la rigurosidad que requiere.
Como consecuencia, los usuarios se sienten inseguros al utilizar los signos y terminan
apelando a la intuición más que al conocimiento gramatical que tienen sobre ellos.
Figueras (2001, p.7) aporta un elemento adicional para explicar por qué son contadas las
personas que puntúan como es debido. Para esta autora, la puntuación es «un código de signos
difícil de enseñar y dominar». Las normas que la rigen no son objetivas, como ocurre en las
reglas ortográficas en general, y muchas veces obedecen al estilo personal de cada autor, por
lo que establecer pautas rígidas o únicas de cumplimiento no sería correcto. Todo depende
de la extensión de la frase, de la intención del autor y del contexto en el que se aplican.
Cassany (1999, p.1) apunta que todavía no se ha podido normativizar del todo el uso de
los signos de puntuación, aunque se ha avanzado en el tema. Agrega que, además, las normas
suelen variar con el tiempo, lo que dificulta aún más tanto la enseñanza como el aprendizaje.
Explica que los cambios vienen dados por la influencia que tienen unas lenguas sobre otras,
y por las tendencias o modas que aparecen de tanto en tanto. Menciona que en este momento
existe una propensión de emplear el punto y seguido en situaciones en que se solía usar el
punto y coma, y la coma. Asimismo, se utilizan más las interrogaciones y las admiraciones,
así como la letra cursiva en menoscabo de las comillas y del subrayado.
Más allá del influjo que puedan tener otras lenguas, Cassany opina que esos cambios, o
quizás más bien evolución, responden al proceso de entender los signos de puntuación como
un subsistema de la gramática o, incluso, como un sistema en sí mismo, el puntuario. Esta
nueva manera de mirar estos signos ayuda a normativizar las reglas de uso, y aleja cada día
más la creencia de que la puntuación pertenece al campo casi exclusivo de la estilística.
La variación de las reglas sin duda confunde y dificulta el proceso didáctico, y, por tanto,
el aprendizaje porque, al final, cada quien termina utilizando las normas a discreción, de
acuerdo con sus propios criterios (Cassany, 1999, p.3). Sin embargo, con el tiempo, y tras
mucho análisis y debates, los nuevos usos terminan incorporándose a las gramáticas, las
nuevas reglas se dan a conocer, se incluyen en los libros de texto y son adoptadas por los
usuarios.
Mientras discurre el lento proceso de asimilación de las nuevas normas, los docentes se
encuentran presos de la incertidumbre acerca de cómo enseñarlas en las diferentes situaciones
y contextos lingüísticos, que pueden ser muy variados. Entre otras cosas porque ellos mismos
no las tienen muy claras. Ante la vacilación y la inseguridad, terminan despachando el asunto
como mejor pueden, y optan por ahondar en aspectos más estables y más cómodos de enseñar
(Cassany, 1999, p.1).