Vol. 62 (101), 2022, pp. 161-166 - ISSN L 0459-1283  
Crónica  
¡Salud! por… el guarapo  
Profesora egresada del Instituto Pedagógico de  
Mercedes Guanchez  
Caracas, con postgrado en Literatura Latinoamericana  
en la misma universidad (UPEL). Docente  
universitaria (jubilada) de la Cátedra de  
Instrumentación Didáctica del Área de Lengua y  
Literatura del Departamento de Prácticas Docentes del  
IPC. Profesora contratada de la UCAB para la cátedra  
https://orcid.org/0000-0003-3549-359X  
Universidad Pedagógica Experimental Libertador  
Instituto Pedagógico de Caracas  
de Literatura infantil  
y
juvenil, Producción  
y
comprensión de textos de la escuela de Educación, y  
Letras, respectivamente.  
La verdad es que somos un país fiestero. Nos encanta un bochinche. Disfrutamos  
enormemente de ratos de esparcimiento y de relacionarnos con la gente. Por ahí se dice que  
nos encanta un “bululú”. Y es cierto. No sé sí se trata de algo en el ADN de los latinos, pero  
los venezolanos, y en especial, los caraqueños son parranderos. Y claro, armar una parranda  
es relativamente fácil: gente, comida y bebida. Y si a esa ecuación le sumas buena música,  
tienes entonces la celebración perfecta. Reunirnos para conversar y pasarla bien será siempre  
una buena excusa.  
En la actualidad, la variedad de lugares públicos para ponerse al día con los amigos es  
realmente abundante. Pero eso no fue así siempre. En tiempos de la colonia, Caracas no tenia  
muchos lugares para el divertimento. Podríamos decir que era una época realmente aburrida,  
con raras oportunidades para el disfrute popular (como las peleas de gallos). La gran masa  
de la gente humilde caraqueña tenia muy pocas opciones, y ni hablar de las que podían tener  
las mujeres de aquella época. Hoy, por ejemplo, vemos a damas acompañando y dando pelea  
a los hombres que comparten con ellas unas frías cebadas frente a las licorerías de la capital.  
Y no se diga de su cuantiosa asistencia a locales nocturnos; y de su decidida carrera en la  
libación de bebidas espirituosas. Sin duda, es otra época, diría mi abuela “Mamá Angela” (a  
la que le encantaba el wisky, por cierto).  
Lo innegable es que el nacimiento de nuestro gusto por el alcohol data de tiempos de  
la conquista, y mucho más atrás. Todos sabemos que nuestros ancestros aborígenes usaban  
algunos cultivos para fabricar sus bebidas. Y, también conocemos que, como consecuencia  
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de la conquista, nuestros pueblos latinos asimilaron varios productos que trajeron los  
españoles a estas tierras, y los incorporaron en la fabricación de sus bebidas artesanales. Así  
comenzó la guachafita. Los aborígenes podían caer en trance con los potentes brebajes, y  
luego, en la época colonial, el populacho, los campesinos y trabajadores podían intoxicarse,  
perder el sentido, armar tremendas peleas o destruir la sana convivencia pública con la ingesta  
de estas bebidas artesanales. Un asunto de orden público, pues. “Gravísimo”, diría mi madre.  
Y ustedes dirán que esa es una de las consecuencias del alcohol en nuestro cuerpo.  
Ciertamente. Pero, podríamos decir que es inevitable: convivimos con él, está en nuestra  
vida. El alcohol esta ligado a la comida. Y no porque necesariamente “bebamos” junto a una  
buena comida (aunque casi siempre suceda así). El origen de las bebidas está ligado a la  
agricultura: generalmente granos fermentados de frutos, cereales, tubérculos. Así nacieron  
nuestras bebidas artesanales antes de que se industrializaran sus procesos, a lo largo del  
tiempo.  
Una de estas bebidas coloniales que gozaba de gran popularidad fue el Guarapo. Junto  
al Guarapo (de caña) estaban el cocuy, la menta y el malojillo como las más aplaudidas al  
interior de las llamadas pulperías de aquel entonces. ¿Y, eso? vendían pulpos?, ¿también?  
Pues, podría decirse que sí. La alusión tiene que ver con las muchas patas (ocho) del molusco  
en cuestión: locales donde se vendía de todo. Sin embargo, Rosenblat, hablando de los días  
de la conquista de México, refiere que algunos establecimientos vendían el “pulque” (una  
bebida fermentada) que se hacía a partir del maguey (o agave). Y buscando el origen del  
nombre, Rosenblat piensa que los españoles llevaron ese nombre a otros lugares de América,  
como “pulquería” (con q). El nombre se transformó por el uso de la materia prima (pulpa),  
y de quien la utilizaba para crear la bebida (pulpero), lo que hizo que se convirtiera en  
“pulpería” (con “p”).  
Se cuenta que en el año 1599 había muchas pulperías en Caracas. Por esa razón, El  
Cabildo de aquella época reguló su funcionamiento, y dejó solo cuatro establecimientos en  
la ciudad. Creo que por cuestiones de sana convivencia (no había tantas personas para cuidar  
lo que podía pasar en todas las pulperías). Y eso que usted se está imaginando, pasaba. Las  
pulperías eran lugares de encuentro social. Además de bodegas donde se podía encontrar y  
comprar cualquier cosa, la pulpería era el sitio de las tertulias del pueblo. Un verdadero  
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oasispara socializar. Dado que las opciones eran realmente pocas, podríamos decir que se  
estaban en las peleas de gallos o bebiendo en las pulperías. Aquellos lugares eran una especie  
de “antro” que permitía el chisme, hablar de política (o de religión), jugar barajas, y criticar  
la vida ajena. Ciertamente, era como cualquier local interesante de nuestros días donde se  
puede jugar billar, escuchar música y beber algunos tragos (criticando la vida ajena también).  
Lo cierto es que en las pulperías de la Caracas colonial se podía tomar el famoso guarapo.  
Este guarapo era una bebida artesanal, como otras de la época. Se hacían bebidas de  
maíz (como la chicha), bebidas de tubérculos como la yuca, bebidas de cebada, de frutos  
fermentados, entre otras. Se dice que del linaje del guarapo desciende el ron (una especie de  
“bisabuelo” o pariente del ron). “Qué molleja!”, diría mi abuela maracucha. Nuestro guarapo  
es una bebida dulce fermentada que procede de la caña de azúcar. Por esa extraordinaria  
razón debemos estar agradecidos con los españoles al traer la caña azúcar a nuestras tierras.  
Porque si usted no lo sabe, déjeme decirle que fue Colón quien trajo a América la caña de  
azúcar, la miel y la panela. Y usted me dirá que no hay nada de malo en beber jugo de caña,  
de ese mismo que encontrábamos hasta hace muy poco en las carreteras del país (y que en  
estos tiempos se encuentra casi desaparecido de nuestro mapa). ¡Nada más sabroso! El asunto  
es que, en los mercados, las guaraperas y pulperías de aquel entonces, ese guarapo no era  
inofensivo. No era solo una bebida para el calor. Era una bebida alentadora. ¡Aja! Así  
mismito.  
El guarapo poseía la virtud de animar a los jornaleros. En la mayoría de los pueblos  
latinoamericanos se ha usado el guarapo como la bebida de la faena. Trabajadores de todos  
los oficios (en especial los del campo) bebían guarapo para sostenerse en sus labores a lo  
largo del día. En tiempos remotos, el guarapo se mantenía en un cuenco de barro cerca de los  
trabajadores. Mas o menos, lo mismo que vemos hoy para la hidratación de jugadores o  
trabajadores: un gran envase térmico de plástico con agua o alguna bebida que hidrata y  
repone el cansancio. Así el guarapo, como bebida estimulante de tiempos coloniales, se  
pensaba que podía sostener al trabajador en sus labores diarias. Y para iniciar la primera toma  
del día, el peón debía tener comida en el estómago. También se bebía fuera de las jornadas  
de trabajo. Por esa razón las bodegas y pulperías se convirtieron, también, en “guaraperas”  
(el lugar donde se expendía la deliciosa bebida artesanal): o mejor decir, guaraperías.  
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Recuerdo en mis tiempos de adolescente, con dieciséis o diecisiete años, haber ido a  
algunos matinés” (fiestas tempranas) y probar una bebida popular y rendidora que mentaban  
“guarapita” (que por cierto, la servían de varios sabores), dulce, para esas rumbas  
clandestinas que se armaban en un santiamén y no te cansabas de bailar. Y tiempo después  
haber degustado también la famosa “caipiriña” (ambas bebidas económicas y rumberas), con  
un poco más de clase, jaja. Estas delicias nacidas de nuestro catálogo de bebidas coloniales  
se modernizaron al usar pulpa o zumo de fruta, combinada con el aguardiente (caña clara) y  
azúcar. Ya les dije, eran bebidas alentadoras. Refrescan, sí. Te ponen alegre y divertido. Pero  
puedes caer inconsciente, porque sin darte cuenta, emborrachan por el grado alcohólico que  
desarrollan (entre 25 y 30 grados). ¿Y qué les digo? Estas son las bisnietas del guarapo; del  
mismito guarapo de las guaraperías y pulperías de la Caracas colonial.  
Los cronistas dicen que en aquella época se conocían tres tipos de guarapo (para todo  
tipo de consumidor). Uno, un guarapo fresco (extraído al instante). Dos, un guarapo dulce y  
fuerte (reposado de 1 día) y, tres, un guarapo fuerte ( fermentado de 3 días). ¡Aja! ¿Cuál  
piensan ustedes que era el más popular para socializar en las pulperías de entonces? Por  
supuesto, el guarapo fuerte (con un sabor agrio). Y eso haría de la pulpería el lugar de  
divertimento de blancos, mulatos, indios, negros (hombres y mujeres). En los registros del  
Obispo Mariano Martí de sus visitas pastorales a la Diócesis de Caracas entre 1771 y 1784  
se deja testimonio del vicio de la época: “el vicio de la borrachera”, lo llamó el Obispo. En  
sus informes contaba que la gente bebía día y noche. Y aunque se expendían otras bebidas  
alcohólicas como cocuy, vino y brandy, la bebida favorita de la gente que asistía a las  
pulperías era el guarapo, para perdición de la Iglesia. Claro, era tan popular que fue conocida  
como la cerveza del pueblo.  
El asunto con el guarapo tiene una historia fascinante en nuestra vieja Caracas. Resulta  
que una de las esquinas de nuestra avenida Universidad lleva por nombre la Esquina del  
Chorro. Los cronistas de la ciudad hablan de los lugares en los que se vendía el guarapo. Uno  
de ellos, en el mercado público, el Mercado de la Plaza Mayor. En ese mercado de la Plaza  
Mayor (hoy Plaza Bolívar) se podía conseguir ventas de carne, de mondongo, verduras, y,  
por supuesto, el guarapo. La historia relativa a esta esquina tiene varias versiones (mejor  
dicho, dos). Una, cuenta que la denominación de “El Chorro” se debe a un chorro de agua  
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potable de la acequia (que proveía a la ciudad), que desembocaba en la calle: y que la gente  
mentaba como “el chorro de la esquina”.  
La segunda versión para el nombre de “El Chorro”, la que más me gusta, es la que  
habla de la historia de dos hermanos canarios. Estos hermanos Pérez, Agustín y Juan,  
conocidos popularmente como “Agustinillo” y “Juan y medio”; vivían cerca de la casa del  
Libertador (en la hoy conocida esquina). Dos canarios que, según cuenta la crónica, no eran  
precisamente patriotas. Los cronistas relatan que los hermanos tenían una bodega (para aquel  
tiempo una bodega pretendía ser un local de mayor casta que la pulpería, solo un poco). Por  
supuesto, esta bodega, vendía el famoso guarapo. Pero, como espacio de reunión, ese  
almacén se convirtió en centro de conspiraciones (como otros tantos locales de la época). Al  
parecer, la bodega reunía a muchos cabezas calientes de aquel tiempo que no estaban  
conformes con los acontecimientos de 1810. Como ya sabemos, hubo varias medidas para  
controlar y minimizar las reuniones en estos locales, que no solamente se prestaban para el  
juego y el disfrute, sino también para la política.  
Creo que para distraer al gobierno de la vieja Caracas (y evitarse males mayores),  
Agustinillo se inventó la forma de alejar las reuniones conspirativas de su bodega. Adivinen  
cómo. Pues, este inteligente canario fabricó la primera “máquina expendedora de bebida”.  
¿Cómo? ¡Ajá! Agarren ese trompo en la uña. ¡Una máquina automatizada de ventas! Con su  
mentalidad de comerciante pulpero, el guarapero, se las ideó para vender el guarapo desde la  
casa, sin que los consumidores entraran a su negocio. El mecanismo consistía en un cántaro  
que giraba (afuera, en plena calle) y llenaba con un chorro de guarapo el vaso del cliente.  
Esto ocurría con el sonido de una moneda que era depositada en una alcancía desde la calle.  
Así, se hizo popular el chorro” (¿o guarapazo?) que vendían los hermanos Pérez a los  
transeúntes de aquella esquina.  
Este cuento, sin duda, es sorprendente y divertido. Se parece bastante a lo que somos,  
a nosotros. ¡Qué ingenio! ¡Qué originalidad! Resulta que nuestra Caracas del siglo XIX ya  
tenía una máquina como las de café y chucherías que funcionaba con unas monedas, pero  
para curda. Lástima que en nuestros tiempos actuales ya no tenemos monedas (y las que  
existen no sirven para comprar nada). Viene a mi mente, resonando, una frase del respetado  
cronista Arístides Rojas en la cual resumía (en cuatro verbos) la rutina de la ciudad en  
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aquellos tiempos: comer, dormir, rezar y pasear. Pienso, aquí entre nos, que le faltaron un  
par de verbos más. O, al menos, uno: beber. Qué sería de nuestra vida sin una guarapita,  
una cerveza, un vino o un roncito para pasar un rato de divertimento. De hecho, estos últimos  
tiempos nos traen buenas noticias para la salud. ¡Sí señor! Leí recientemente que las bebidas  
fermentadas son “probióticas” (supuestamente con un montón de microorganismos),  
beneficiosas para nuestra flora intestinal. ¿Qué tal? ¡Brindo por el guarapo!  
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