Reseña  
María Sotomayor. La paciencia de los árboles. Madrid: La Bella  
Varsovia, 2018, 88 págs.  
Vanessa Anaís Hidalgo  
Universidad Pedagógica Experimental Libertador  
Caracas, Venezuela  
Profesora de Castellano, Literatura y Latín y Magíster en  
Literatura Latinoamericana egresada del Instituto  
Pedagógico de Caracas. Profesora asistente en la misma  
universidad.  
Desde la persistente y no tan reciente intención de hablar de la muerte, la memoria,  
la enfermedad y el cuerpo en la poesía contemporánea, nace la obra de María Sotomayor.  
Esta poeta madrileña es reconocida en el mundo de la poesía por su contundente obra: Estoy  
gritando, me conocí de esta manera (Canalla, 2013); Nieve antigua (La Bella Varsovia,  
2017), Misericordia (Letraversal, 2020). Con Nieve antigua obtuvo el IX Premio de poesía  
joven “Pablo García Baena”. En este carril, aparece La paciencia de los árboles, editado por  
primera vez por Letour1987, en el 2015, reeditado y ampliado en mayo de 2018 por La Bella  
Varsovia.  
En La paciencia de los árboles, todos los poemas apuntan a una misma propuesta:  
acercarse a la difícil experiencia de ver la muerte muy de cerca, la del ser amado y la nuestra,  
también inminente. Una anciana, su abuela, está en cama. A ella y a su madre les ha tocado  
limpiar sus “pupas”, sus llagas, su ropa bañada en secreciones y lidiar con el sentimiento de  
aversión frente al asco y la ternura que ofrece el abrazo de quien otorgó la vida.  
Este libro “narra”, en segunda persona, las etapas del proceso de agonía de la abuela.  
Cada una de sus partes está encabezada por un epígrafe del escritor español Federico García  
Reseña  
Lorca, quien le canta “jondo” a la vida, a la mujer, a la muerte en sus obras poéticas y  
dramáticas.  
La primera parte de La persistencia de los árboles lleva el nombre: “Dejemos que  
caigan las hojas”. En veintitrés poemas se describe la descomposición del cuerpo en vida y  
el contacto con este, la experiencia de sus cuidadoras y el amor que batalla para preservar el  
cuerpo de quien aman: “tu pis gotea la cama/ llenándome de asco la ternura”. p.13. En este  
nombrar el cuerpo, aparecen imágenes de sus manos, el rostro, la mirada que bien pudieran  
recrearse en una pintura.  
La segunda parte comprende diecinueve poemas y se intitula “Tres raíces para una  
trenza”. En esta se infiere la aproximación de la muerte y su llegada. Las raíces son tres  
mujeres (abuela-madre-hija) arraigadas a la tierra, resignadas. Ya no es el cuerpo padeciendo  
el dolor y la decadencia, es el cadáver: “No sé quiénes se han creído que son para tratarte  
como un cadáver ojoso/ a ti, que te gustaba ser paisaje para todos/ con los pechos rebosantes  
de alimento”. p.43.  
La tercera parte se llama “Has muerto cuando las golondrinas crían”. Sotomayor ha  
dedicado la última sección de su libro a la experiencia del duelo en doce poemas. Las palabras  
“ausencias”, “hondo”, “charco”, “llanto”, “anhelo” ocupan el espacio de lo que no existe ya,  
del recuerdo de quien dio vida a la generación de dos mujeres: “es cierto que la soledad es  
siempre/ lo que sujetamos en el último recuerdo”. p.74. La autora cierra con los poemas más  
dolorosos y contundentes, la sentencia final es su recurso, las imágenes de impacto, los  
impresionismos, el deslumbramiento. Estos son poemas más extensos, los suspiros son más  
largos; la sensación es de plegaria, de ruego y largo aliento.  
Los poemas de Sotomayor han ascendido silenciosamente como la enredadera entre  
los árboles. Esto lo hace a través de una simbología casi fundadora. El árbol- madera, mater-  
madre- se asienta con fuerza, con “persistencia” en el piso que le toca. Recibe ventiscas,  
desenfrenos de lluvias, largas sequías y el olvido. Magdalena Buenosvinos, la abuela a quien  
se dedican los poemas, es ese árbol que persiste, pero también lo son la hija y la nieta,  
abocadas a la dureza de verla morir: “los árboles siempre se mantienen en pie”. p.16.  
Reseña  
No en vano son mujeres las testigos de la agonía; tenemos una tradición de  
generaciones de cuidadoras, las que aprendieron a amar en la bonanza, en la enfermedad y  
en la muerte. Hay una queja frente a la ausencia del hombre en el proceso, las mujeres han  
sostenido la carga de llevar la tarea a cabo sin su auxilio: “Tú no lo hueles/ pero aquí huele a  
los testículos del cansancio/ precisamente tú no los ves/ pero yo observo cómo sudan/ cómo  
las mujeres desgarradas de la luz/ los convierten en corazones de ballena”. p.16.  
La persistencia de los árboles es un libro que no miente. Su autora ha decidido  
confesarnos su dolor real, sin pudor. Luna Benitez, en el epílogo del poemario nos dice  
sabiamente: “no puedo decir nada que no haya sido ya dicho entre estas páginas”. p.88. Y  
ciertamente, hablar desde las entrañas ha hecho de este poemario, único entre los que a la  
muerte se abocan.