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Reseña
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https://doi.org/10.56219/letras.v64i104.3036
Vol. 64 (104), 2024, pp.191-194 - Primer semestre / enero-junio
ISSN-L 0459-1283 e-ISSN - 2791-1179
Depósito legal: pp. 195202DF47
Luis Landero. Lluvia Fina. Tusquets Editores.
Colección Andanzas, 2019, 268 págs.
Luis Landero (Badajoz, Extremadura, 1948) es, sin duda alguna, uno de los novelistas
más importantes de la narrativa española contemponea. Relevancia reconocida por lectores
(al tercer mes de su publicación ya se habían hecho cuatro ediciones), críticos y por sus
propios pares. Fernando Aramburu, el autor de la multipremiada Patria (2016), por ejemplo,
dice que de Landero leería hasta la lista de la compra. Y agrega de la novela que aquí nos
ocupa que nos introduce con una prosa fina y admirable en los vericuetos complejos de las
relaciones familiares, siendo muy complicado para el lector no dejarse arrastrar por la fuerza
de una narración tan intensa y emocional.
El escritor extremeño es autor de otras obras; destacaremos algunas de ellas: Juegos
de la edad tardía (1989), Premio Nacional de Narrativa en 1990; Hoy, Júpiter (2007), XV
Premio arzobispo Juan de San Clemente; y Absolución (2012), declarada como la mejor
novela española del año por los críticos de El País.
Landero es profesor de filología hispánica, egresado de la Unidad Complutense de
Madrid y ha sido profesor de literatura en la Escuela de Arte Dramático de la capital española,
así como de la Universidad de Yale.
José Rafael Simón Pérez
Investigador independiente
taller1976@gmail.com
https://orcid.org/0009-0004-9420-9805
Docente de Castellano, Literatura y Latín y
Magíster en Lingüística, egresado del Instituto
Pedagógico de Caracas (IPC), en 1995 y 2003
respectivamente. Adscrito a la cátedra de
Lingüística General del Departamento de
Castellano, Literatura y Latín del IPC (hasta el año
2018).
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Pasemos ahora a resaltar algunos aspectos de la novela en cuestión, sin spoilers,
aunque resulte complicado.
En Lluvia fina, el autor acude a un tópico manejado muchas veces en la historia de
la literatura y del cine: el de la reunión familiar. Gabriel (esposo de Aurora y padre de Alicia,
una niña con autismo) y hermano de Sonia (ex esposa de Horacio, madre de Eva y Azucena
y ahora novia de Roberto) y de Andrea (---), quiere reunir a todos los miembros de la familia
para celebrar los ochenta años de la matriarca del clan, cuyo nombre creo que no se menciona,
lo que me parece un dato curioso. La familia ha estado distanciada por mucho tiempo debido
a las ocupaciones de cada uno, pero sobre todo por esos conflictos y rencillas que muchas
veces caracterizan las relaciones humanas.
Pero no hace falta que la celebración se produzca, para que, entre una llamada
telefónica y otra entre los personajes anteriormente señalados, el lector empiece a percatarse
de que esa familia constituye una especie de trinchera de guerra donde todos son enemigos
de sí mismos y de los otros.
Landero embarca al lector en un juego que requiere de la atención y participación del
lector. Cada personaje se comunica con Aurora, la confidente de la familia, esa mujer
aparentemente paciente y comprensiva que todo lo escucha y todo lo calla. Y cada uno de
ellos le va contando su versión de los hechos acontecidos a lo largo de la historia familiar.
Pero en medio de esas llamadas entre determinado personaje y Aurora, se intercalan otros
diálogos que van corriendo el velo y que permiten ver la magnitud de la quiebra familiar. De
eso que llaman una familia disfuncional o desestructurada. De manera tal, se presentan
diversas conversaciones simultáneas entre los personajes, ocurridas además en tiempos
distintos del relato. Por eso el lector tiene que desempeñar un rol activo. Con razón dice la
sabiduría popular que cuando uno se casa o se empareja con alguien se casa también con la
familia de ese alguien. Esa máxima, en el caso de Aurora, está llevada al extremo.
Pero no todo es drama en Lluvia fina. También hay humor, y ese humor muchas
veces viene dado por el tono gráfico con el que se cuentan las diferentes situaciones, hecho
que permite verlas en nuestra mente.
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Y un dato más. Leyendo cada uno de los capítulos, son dieciséis para ser exactos,
resulta casi imposible no evocar a cada momento aquella mítica frase de Gabriel García
Márquez escrita en su biografía Vivir para contarla (2002): “La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
No hace falta decir más, los detalles del relato pertenecen a cada lector. Lo que sí les
puedo asegurar es que esta novela es una de esas obras que uno empieza a leer y no puede
dejar de hacerlo hasta el final, es decir, hasta la página 268. Cosa no tan positiva porque
deberíamos aprender a dosificar el placer, de la clase que sea…. Pero si lo anterior ocurre, es
porque la historia es interesante, uno se puede identificar con ella con absoluta facilidad y
porque su prosa constituye una delicia. Hay unas frases extraordinarias: “…Antes de nacer,
yo ya miré por la ventana del ombligo y vi las llamas del infierno. Yo sabía ya desde el
principio a qué tipo de lugar había venido a parar” …, le comenta Andrea, la hija sándwich,
a Aurora. Otro ejemplo: “Durante días y días anduvo divagando por el laberinto de las rutinas
cotidianas, a pesar de que ya no tenía ni ganas de coger una escoba y barrer los pedazos rotos
de su vida…” La frase tiene como protagonista de nuevo a Andrea.
Y atención con la comprensiva Aurora. Se pasa los doscientos capítulos de la
telenovela escuchando y callando pasivamente, cargando en lo más hondo de su ser todos los
rencores de su familia “adoptiva”. Pero al final hay una sorpresa con ella y con el tiempo del
relato y, en consecuencia, con la propia sucesión de los acontecimientos.
Y por si todo esto fuera poco, uno de los personajes, Horacio (ex esposo de Sonia,
padre de Eva y Azucena y el consentido de la suegra autoritaria) es dueño de una juguetería
y tiene en su casa una especie de museo del juguete. En una de las líneas señala que uno de
sus juguetes favoritos es Mázinger Z. Y ahí sí es verdad que la imaginación se pintó su cara
de niña traviesa y voló. Recordé a Koji Kabuto, a Sayaka y a Afrodita con sus senos-cohetes,
al torpe de Bob y sus amigos, a los científicos con caras de locos y al malvado más perverso
de todos: el mítico Doctor Gel, con su ristra de monstruos ideados con el objetivo de liquidar
a Mázinger Z. Ahhh… y al Conde decapitado también, ni más faltaba que me trasladé al
mundo feliz de la infancia, pues.
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Pido disculpas, apreciado lector, si no cumplí con la promesa realizada en párrafos
anteriores y ofrecí demasiados spoilers de la historia.
Ahí está, pues, esta Lluvia fina. Salga a la calle sin paraguas, déjese mojar y empapar
por ella. Merece la pena, absolutamente. No importa si después le sobreviene una gripe, ya
se le pasará con algunas infusiones caseras y unas pastillas de acetaminofén cada ocho horas.
Y recuerde que algunas reuniones familiares pueden resultar peligrosas. Entre trago y trago,
entre pasapalo y pasapalo, entre tequeño y tequeño, pueden desatarse los rencores escondidos
en los más recónditos espacios de la memoria y develarse aquellos secretos ocultos hasta en
el seno de las familias más perfectas y modélicas, tipo Belleza americana, la mítica película
de Sam Mendes del año 1999. ¿La recuerdan? Espero que sí.
Por cierto, días después de leer la novela, vino a mi mente, por alguna razón nada
casual, una película venezolana. Se trata de Oriana, de Fina Torres, y protagonizada por dos
grandes actores nacionales: Doris Wells y Rafael Briceño, en los roles de padre e hija.
Filmada en los ochenta y premiada en Cannes, la reconstrucción de una historia familiar
plagada de misterios constituye su leitmotiv. ¿Les suena, ¿verdad?