Vol. 65 (106), 2025, pp.253-258 -Primer semestre / enero-junio
ISSN-L 0459-1283 e-ISSN - 2791-1179
Depósito legal: pp. 195202DF47
Crónica
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Un caricaturista entre neblinas
Extraño la neblina. Es por ella que siempre vuelvo aquí, aunque ya no es tan densa
como antes. Me miraba fijamente mientras hablaba, intentando ocultar con sus manos un
diente carcomido en su boca.
Llovía en Pamplona, como ocurre casi a diario en estos meses. Acá, en «la ciudad de
la neblina», enclavada en los Andes a unos 2500 metros de altura, la lluvia es casi siempre
delgada, fría, pertinaz. Los pobladores la reciben con un resignado «está brisando» y ella se
lanza entonces sin prisas desde el cielo plomizo que invariablemente cubre al pueblo y sus
gentes. Pueblo, que no ciudad, porque donde hay una sola agencia de cada uno de los bancos
que allí funcionan, es un pueblo. Si solo hay cinco semáforos y estos tienen nombres como
«el del terminal» o «el de San Fermín», es un pueblo. Digamos, para no herir
susceptibilidades, que se encuentra en el mite exacto entre el pueblo grande y la ciudad
minúscula. En Pamplona, el viento que acompaña la lluvia es más bien gentil, si lo comparo
con aquel otro de mi Caracas natal que levanta techos y tumba árboles cada vez que el palo
de agua arrecia. Aquí se le escucha ulular, amenazante; se cuela por los resquicios de las
casas hasta dejar heladas todas las cosas, pero esa es otra historia. Llovía en Pamplona, decía,
Yanira Yánez Delgado
yanirayanez@gmail.com
https://orcid.org/0009-0002-2773-9940
Investigadora independiente
Soy venezolana y actualmente vivo en Colombia. Soy licenciada en Letras y magíster en Literatura
Latinoamericana. Por veinte años fui profesora de Castellano y Literatura en el Colegio Humboldt de
Caracas, donde además ejercí como coordinadora del área de Castellano. En 2008 gano el concurso de
oposición para el cargo de profesor de Análisis Literario en el Instituto Pedagógico de Caracas, adscrito a la
Universidad Pedagógica Experimental Libertador. Por catorce años administré cursos en pregrado y
postgrado en esta institución en las áreas de teoría literaria, literatura latinoamericana y caribeña, e historia
y literatura. Además, desarrollé proyectos de investigación sobre la literatura del Caribe y realicé labores de
gestión universitaria.
En 2019 curso estudios de marketing digital y trabajo por cuatro años como redactora web,
copywriter, estratega en marketing de contenidos y en posicionamiento SEO.
Desde 2023 soy investigadora independiente y brindo servicios editoriales también de forma
autónoma. Actualmente, curso el Diplomado en Edición dictado por la Universidad Central de
Venezuela y Cavelibros.
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y una gripe tan pertinaz como la lluvia me obligó a resguardarme en un café mientras
escampaba. Todas las mesas estaban ocupadas y el anciano, amablemente, me indicó un
asiento frente a él. Me senté, lo saludé agradecida y nos tomaron la orden: una aromática de
frutas para mí y un tinto con una galleta de avena para él.
Antes la neblina era otra cosa. Cada tarde se le pegaba a las casas y apenas se podía
distinguir lo que se tenía a pocos pasos. Aunque ya no sea la misma, no puedo alejarme
demasiado tiempo de ella. Es como si me llamara.
Sobre la mesa había una pila de cartones con ilustraciones enmarcadas. El primero
mostraba una calavera conduciendo una motocicleta con obvia prisa. Soy caricaturista
dijo orgulloso al notar mi curiosidad. Me preguntó si había visto alguna vez sus exposiciones
callejeras. Dije que no y me explicó que expone sus dibujos en la calle y ofrece realizar
caricaturas, pero que nadie lo contrata porque no valoran el sentido del humor implícito en
sus trabajos. Pensé en cuántas veces habría pasado delante de él sin verlo. Rescaté el recuerdo
neblinoso de algunos dibujos apoyados contra una pared y de un grupo de parroquianos
conversando junto a ellos. Hacía pocos días había vuelto a ver Luces de la ciudad, con su
drama del Vagabundo que deambula por un espacio urbano que apenas reconoce su
existencia. En la película de Chaplin la neblina aparece como un velo que oculta el verdadero
valor de las personas. Tenía frente a mí a un caricaturista que esperaba, al igual que Charlot,
que alguien viera su valor mientras continuamente era ignorado por quienes pasamos frente
a él.
¿De dónde sos? Me envolvió la magia de su voceo y hablé de Caracas, de su
clima perfecto incluso cuando deja de serlo, de autopistas que conducen al Caribe, de cielos
atravesados por guacamayas y del verde siempre recién estrenado del Ávila.
Le pregunté si era de Pamplona y dijo que sí, que desafortunadamente . Que de ella
solo amaba el frío y la neblina, pero desdeñaba la oscura energía que, según aseguró, envolvía
la ciudad. En ese momento, recordé haber escuchado que en el periodo prehispánico el
espacio que hoy ocupa la ciudad (o el pueblo, según la intención del emisor) había sido un
territorio sagrado por estar aquí un cementerio indígena. Demasiado imbuido en la cultura
que lo ha amamantado no por pocos años, mi cerebro pasó de esa valiosísima información
antropológica al recuerdo de un puñado de películas norteamericanas de bajo presupuesto
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donde la causa de apariciones o hechos sobrenaturales resulta ser, justamente, que la casa
donde todo acontece ha sido construida sobre un cementerio indígena o de cualquier otra
naturaleza. Entonces empezó a enumerar algunos episodios dramáticos de su vida, efectos
colaterales de las bajas vibraciones que, en su criterio, caracterizan la vida de este pueblo.
Miré hacia afuera y vi que la fiesta de la lluvia había dejado en soledad a todos los bancos de
la plaza. Corrijo: del parque. Pensé que ya se había hecho demasiado tarde para ir a comprar
frutas al mercado principal. Corrijo, a la plaza de mercado. Y es que así se nos va colando el
paisaje a los migrantes: por los ojos, claro, pero también por las palabras. Otros nombres
inauguran nuevas realidades donde transcurre ahora la cotidianidad. Nada que no se hubiera
previsto, por supuesto.
Yo viví en Valencia cuando el primer gobierno de Pérez dijo. Me contrataron
como director creativo en una empresa de publicidad que estaba en su mejor momento. Pero
estaba enamorado y regresé a San Cristóbal, donde vivía mi esposa, y nos volvimos para acá.
Me contó de las maravillas que habitaron mi país en la década de los setenta. Del lujo
de su oficina valenciana, de los viajes, del calor de la ciudad, de las posibilidades, de la gente.
También él había sido migrante y se le había colado un paisaje otro. Me pregunté cómo
recordaré estos años en Pamplona dentro de cinco o diez más. La neblina recorrerá esos
recuerdos, me respondí.
Me mostró entonces otro de sus dibujos. En él un expresidente colombiano, rodeado
de la protección de hombres armados hasta los dientes, afirmaba que había paz y seguridad.
Mi interlocutor empezó a hablar de opresión y confusión y yo, mediante una operación de
pensamiento tan básica como una suma simple entendí cuál era su postura política, así que
eché mano de las ventajas de hablar de arte. Pregunté por Zapata, él recordó a Soto y
terminamos ambos reconociendo el carisma y el talento de Alejandro Otero, a quien una vez
invité a dar una conferencia en mi UCAB de los 80. He aprendido que nadie tiene por qué
creerme que vengo del futuro, de modo que nunca lo digo y evito hábilmente conversaciones
sobre política cuando el otro y yo no partimos del mismo principio, pues que no hay
acuerdo posible. Así que, frente a mi exquisita aromática de frutas y alineada con el
sentimiento de no estar de todo del Cortázar de La vuelta al día en ochenta mundos, agradecí
por el arte, que siempre es una extraordinaria forma de superar los sentimientos de absurdo
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y extrañeza que el presente nos pueda generar. Mientras lo miraba disfrutar su galleta y su
tinto, se me ocurrió la extravagante idea de si la neblina podía generar en sus adoradores
alguna suerte de incertidumbre, aislamiento o ambigüedad de sus ideas.
Como si leyera mis pensamientos, o una mala reseña de estos, el hombre abrió su
mapire. Corrijo: mochila. Sacó un títere. Es la mula demócrata me dijo, y jugó a hacer
la voz del personaje. Me causó risa la espontaneidad de la situación y pensé en que en tres
años aquí he hecho menos amigos que los dedos que tengo en una mano. A nuestro alrededor,
varios parroquianos nos miraban con rostro serio, absolutamente pamplonés, y eso me causó
mucha más risa. Ahora bien, uno de los problemas de la literatura es que nos hace perder la
ingenuidad a quienes leemos mucho. Por eso, cuando el anciano me dijo que su títere no
sabía que era una mula no pude menos que recordar al bueno de Augusto Pérez, el
protagonista de la novela Niebla de Unamuno. Agradecí que la pobre mula, de fabricación
casera, no tuviera que estar sumida en ese estado de ánimo permanente de Augusto, con su
angustiante sensación de estar perdido y su incapacidad de tomar decisiones claras. La voz
chillona de la mula era la de su creador, aque obviamente no habría confrontación alguna
entre ellos. Sacudí mi cabeza y agradecí que mi interlocutor y yo no fuésemos personajes
condenados a desaparecer ante la expresión endurecida de quienes nos miraban reír, pues en
las mesas cercanas ninguno tenía siquiera la apariencia de un demiurgo local. Reflexioné si,
entre ellos, habría alguien perdido en una existencia nebulosa en la ciudad mínima sin ni
siquiera poder preguntarse alguna vez sobre el sentido de su propia vida; en cuántos no viven
aislados entre la inclemente verticalidad de estas montañas que se alzan en todas direcciones,
empeñadas en difuminar la posibilidad de otros horizontes. Y es que Pamplona es también el
lugar de las repeticiones, de las constantes que vuelven cada año, cada mes, cada semana,
como la oveja amarrada los sábados en la entrada del mismo bar, las bandas desfilando en
cada festejo, las ferias en el parque, las campanas de las iglesias, los morteros impensables
en las fiestas religiosas, el ritmo repetido del inicio y el fin de las clases de la universidad que
marca la presencia o la ausencia de estudiantes en las calles, los turistas de los fines de
semana, las ruanas, los sombreros, las miradas furtivas. Decidí volver a leer Niebla una vez
que llegue de Caracas la caja que contiene nuestros clásicos de literatura española. Si hay
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algo que ha hecho a Pamplona más acogedora ha sido, justamente, haber podido traer
muchos de nuestros libros.
Afuera había dejado de llover. Poco a poco la tarde recuperaba su ritmo y yo debía
tomar mi camino, pero lleel turno inevitable de la poesía: me dediun poema con énfasis
en la sensualidad, por decirlo de alguna forma. Di mérito a la fuerza de varias imágenes del
texto y decidí leerle uno que tengo en las notas de mi teléfono, escrito hacía un año en un
momento en que la ciudad era más agobio que disfrute. La idea de la neblina como una cárcel
que lo atraviesa de principio a fin marcó el momento íntimo de las confesiones.
Soy alcohólico. Durante años me sentaba a dibujar en la acera, que es mi oficina,
con la compañía de una botellita de whisky barato y todo parecía estar bien. Solo lamentaba
que la neblina se hubiera adelgazado tanto, a lo mejor por respeto a tanta casa derrumbada
para construir en su lugar esos espantajos de edificios que hay ahora por todos lados. Pero
hace un año se me reventó una úlcera y ahora ya no bebo más. Desde que estoy sobrio, la
neblina se me ha convertido en otra cosa. En algo parecido a esa cárcel de la que vos hablás
en tu poema y que me pesa, pero ella sabe que siempre vuelvo a buscarla y yo sé que me está
esperando cuando me alejo mucho tiempo de estas calles.
La neblina ya no es cárcel para mí, ni tampoco lo son las montañas, aunque percibo
su poder aniquilador. Un día comprendí que al migrar había traído conmigo todo lo que
necesito, aunque haya dejado tanto al otro lado de la frontera, y que puedo darme permiso
para extrañarlo y seguir luego con esta otra vida. Que, en vez de cárcel, la neblina es el puente
que me lleva a mis diez años, mirando desde el balcón cómo bajaba su espesor por el cerro y
trepaba al techo de las casas ubicadas al final de la calle hasta devorarlo todo, incluyendo
árboles, carros estacionados y hasta transeúntes. En ocasiones, me dejaba hipnotizar por su
encanto, y cuando ya la oscuridad era una tendencia irreversible escuchaba la voz de mi
abuela ordenándome entrar y cerrar el balcón. O la que ocultaba nuestra vista del Ávila
cuando vivíamos en La Salle, al punto de no dejar ver con claridad ni siquiera la estructura
del teatro Alberto de Paz y Mateos, con el cual colindaba nuestro edificio. O la fría neblina
de finales de enero que me acompañaba en cada periodo de exámenes en la universidad. O
aquella otra de la que protegía a mis hijos pequeños, abrigándolos y cerrando las ventanas
para que no entrara a resfriarlos. Hoy, cada vez que miro desde nuestro ventanal cómo la
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neblina oculta la ciudad, pienso en que ha sido una buena compañera de vida, que al
desaparecerlo todo abre espacios de reflexión sobre el pasado, el presente y el futuro, y que
es irremediablemente hermosa.
Ofrecí pagar su café y su galleta y me despedí agradecida por el buen rato. Ese había
sido mi primer café con un parroquiano, pero no se lo conté. Cuando salí del establecimiento,
ya la tarde se batía en retirada. Una neblina recién llegada se extendía sobre el parque
principal y difuminaba por igual grupos de estudiantes, perros que correteaban por las
jardineras, algunos vendedores de tinto que le habían sostenido la mirada a la lluvia desde el
cobijo de algún negocio hospitalario, parejas de enamorados y caminantes inciertos que
buscaban un lugar al abrigo del viento dónde pasar la noche. Una lengua lechosa dispersaba
la luz de los bombillos de los postes en una oscuridad que se hacía cómplice para desdibujarlo
todo. Pensé entonces en la densidad de la neblina y en todas las cosas a las que se parece,
incluso cuando en apariencia es más liviana que esa otra que cubrió las calles, los tejados,
los árboles, los campanarios de las iglesias de tiempos pasados. Pensé en la que nubla la
mirada y desdibuja los recuerdos de una forma absolutamente imperceptible pero tenaz; en
la que envuelve al caricaturista y lo convierte en un ser casi invisible, como Charlot, a pesar
de su presencia constante en las calles; en la que veo blanquearlo todo cada tarde desde mi
ventanal y que se me traduce en belleza y disfrute. Decidí no hacer nada más y regresar a
casa. Subí el gorro de mi chaqueta y me lancé al río de neón que ya había inundado las cuatro
cuadras de la Calle Real.