
https://doi.org/10.56219/letras.v65i107.4731
el café–. Y así, sin merienda de media tarde, subí a la biblioteca del tercer piso de mi casa,
lejana, fría y oscura, gracias al apagón que dejó a Venezuela sin luz por esos días, y a mi
rincón de estudio sin bombillo.
El libro lo tenía en digital, así que prendí mi computadora y abrí el documento. Era
maravilloso porque trataba del origen del español, lengua de América. Sin embargo, también
era una cruz, no solo por lo extenso, sino por la abundancia de historia, fechas y nombres
extraños. Y eso, chocaba con mi poco tiempo disponible y mi memoria que, para este siglo
de pendrives y nubes, en cuestiones de historia era diskette.
Pasó una hora, y otra, y otra. Paré, fui a rezar las tradicionales vísperas con mis
hermanas y en un abrir y cerrar de ojos, ya había cenado y compartido con ellas en la sala de
televisión hasta las 8:30 p.m. Todavía quedaba noche, así que mis fatigados ojos podían
seguir batallando con aquellas bailarinas letras que narraban, en cierta forma, aquellas
palabras de Borges “un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un
arbitrario repertorio de símbolos”, y en eso, toda una terrible contextualización política y
social de la época de la conquista y la colonización. Sí, terrible por lo histórico, por las fechas
y los nombres. Eso, solo eso, hizo más vehemente mis ganas de irme a dormir. Y lo hice.
Así, el sábado, entre la hemodiálisis de Mirian, el ir a llevarla, robarle el wifi a las
enfermeras, encender mi computador para estudiar a la par otras materias en el
estacionamiento de la clínica, y volver a casa luego de tres largas horas de espera para que la
pasaran a la habitación donde conectan a los pacientes –y tres horas más para que acabe el
proceso–, me dispuse nuevamente a leer a Chumaceiro y Álvarez hasta las once, cuando la
alarma de mi celular me recordó que al día siguiente tenía retiro en la comunidad y, en
definitiva, no iba a poder estudiar el domingo. En ese momento un punzante dolor se me
clavó en la cabeza. Junto al dolor, las voces de la ansiedad y el desánimo me empezaban a
abrazar y abrasar, casi tan fuerte que difícil se hizo esa noche para dormir.
El domingo, tradicionalmente conocido para muchos creyentes como “día del Señor”,
comenzó y terminó con la oración prevista para el día de retiro; todo iluminado con aquel
texto bíblico que dice “en esto conocerán todos que son mis discípulos: en el amor que se
tienen unos a otros” (Jn 13, 35). Por la noche, cansada de la jornada –porque la oración,
aunque no parezca, también agota la mente–, me dirigí nuevamente a mi biblioteca del tercer