Vol. 65 (107), 2025, pp.363-368 -Segundo semestre / julio-diciembre
ISSN-L 0459-1283 e-ISSN - 2791-1179
Depósito legal: pp. 195202DF47
Crónica
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https://doi.org/10.56219/letras.v65i107.4733
Mi muerte es innegable
Introducción
La guerra colonial portuguesa inicia el 4 de febrero de 1961 cuando Angola, Guinea-
Bisáu y Mozambique levantan, bajo ideas independentistas un conflicto armado contra las
Fuerzas Armadas de Portugal, que eran desde 1575 comerciantes de la trata de esclavos
en la antes llamada “Colonia de Angola”.
Tras verse iniciada la también nombrada Guerra de Ultramar, la dictadura salazarista
convoca al reclutamiento militar a los jóvenes portugueses en pos de mantener el poderío
sobre las colonias. No existen datos completos sobre la cantidad exacta de hombres que
fueron desplegados al combate, pero se contabiliza que durante los trece años que duró el
conflicto murieron 8.000 soldados y 30.000 resultaron heridos.
Finalmente, el 25 de abril de 1974 se da fin a esta guerra porque en Portugal se gesta
la “Revolución de los Claveles”, un golpe de Estado que dio fin a la dictadura heredada de
Salazar y que tuvo como consecuencia la retirada total de las fuerzas portuguesas en África,
dando independencia parcial a los territorios de la excolonia.
Actualmente, Angola y Mozambique son países libres en busca de crecimiento,
Guinea-Bisáu adoptó el nombre de Bissau y sigue luchando por su estabilidad política y
social.
María José Martins Giménez
marijomg2002@gmail.com
Estudiante de Pregrado en la Universidad Pedagógica
Experimental Libertador, Instituto Pedagógico de
Caracas, Venezuela (UPEL-IPC), en la especialidad
de Lengua y Literatura. Preparadora de la Cátedra de
Lingüística General (UPEL-IPC).
https://orcid.org/0009-0000-8726-3695
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Capítulo I
Han pasado solo cuatro meses desde que me casé.
Han pasado solo dos meses desde que me alisté con los reclutas.
Y justo ellos, los reclutadores, están tocando a mi puerta. Ya debo irme.
A mi espalda, la dueña de dulces cabellos rubios toca mi hombro; en sus ojos se
encuentran la tristeza y la amargura, no reflejan lo que yo siento: yo siento miedo. Hasta ayer
estaba seguro de irme, seguro de que esto era lo que debía hacer; ahora ya no lo creo ni lo
siento. Pero un hombre no se retracta, debo de ir. Ir a la guerra. Ir lejos. Ir por mucho tiempo.
Veo a mi esposa, la de dulces cabellos rubios, pero de ella no me despido; en cambio
me arrodillo lo suficiente para que mi cabeza quede a la altura de su vientre y me despido de
quien aún no nace, ni a quien veré nacer. Me despido de quien, cuando regrese, no podrá
recordarme.
Madeira, abril de 1969.
Han pasado solo tres meses desde que llegué a Zambia y solo tres días desde que
inició el mes: cumplo veintiún años. El general nos ha enviado a la playa por este motivo,
“unas vacaciones”, había dicho. La realidad es que los tiburones nos observan, salen del mar,
salen a la arena, buscan un pie mal puesto.
Allí se da nuestro primer encuentro con los negros, que son la única cosa capaz de
sumergirse en las aguas furiosas sin que un tiburón les arranque alguna parte del cuerpo,
como un desmembramiento moderno tan brutal como ellos.
Esa noche uno de los suyos muere. Pero no fue por un tiburón.
Zambia, 3 de julio de 1969.
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Capítulo II
Han pasado… no lo sé, en este punto no tengo idea de dónde estoy ni qué día es. El
hambre ha podido con nosotros; nosotros hemos podido contra ellos: hay sangre en las manos
de todos. ¿La muerte es nuestro castigo? El hambre es lo suficientemente dolorosa, parece lo
justo.
Desfallezco sobre un tronco bajo la oscuridad en la que nos tiene sumidos el bosque,
todo es tan oscuro como parece ser nuestro destino. De pronto, el tronco se mueve, se agita
y sisea; mis compañeros toman mis manos y me arrojan a lo más lejano del tronco. Tronco
que no es un tronco. Tronco que es una pitón pasiva por estar recién comida.
¡Estamos perdidos! condena el compañero. La selva nos tragará para la
mañana.
Todavía tengo balas. el otro, famélico como el resto, busca su escopeta, apunta
a la serpiente. Es ella o nosotros.
Es ella o nosotros, eso suena igual a son ellos o nosotros. Esa es la plegaria que
repetimos cada vez que uno de esos aparece tan dispuesto a asesinarnos como nosotros a los
suyos.
Se escucha el disparo. Ya no hay pitón.
Debemos seguir Es mi voz enronquecida la que ordena, enronquecida por la
garganta a secar como lija; el agua hace mucho se ha acabado y la lluvia tampoco parece
dispuesta a caer.
Seguimos andando en la penumbra, con los nervios erizados y el pecho agitado,
jadeantes todos como perros a los que su amo ha expuesto a mucho sol y sin darles de beber.
Llegamos, no sé a dónde, pero llegamos.
Quién sabe dónde, quién sabe qué día/mes, 1969.
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Capítulo III
Hoy nuevamente es de noche, hemos alcanzado un campamento con más de los
nuestros: nos han salvado. El hambre la hemos calmado con yucas, en esta región crecen y
brotan con tanta abundancia y facilidad como le es fácil al sol amanecer cada mañana.
Lástima que debamos comerlas crudas.
Y así subsistimos los últimos días. Ahora, en la soledad de mi guardia, puedo
reflexionar, recordar, pensar. Pensar en que mi hijo debió haber nacido hace tres meses, a
menos que muriera al nacer, no sé, son cosas que no sabré hasta que vuelva a casa… y estoy
convencido a este punto de que ya nadie lo hará, solo queda salir adelante.
En medio de mis cavilaciones veo un fuego, uno lejano que se delata por el humo que
desprende: es una hoguera, no es nuestra, es de ellos los otros. Quizás se están
acercando, quizás nos están acechando, quizás están esperando a atacarnos.
Son ellos o nosotros.
Es lo que pienso antes de arrojar el mortero, que se despliega en el cielo, se fragmenta
en el aire y se estrella para destrozar todo como un meteorito. Ya no hay hoguera. Ya no hay
más de ellos. Cayó donde debía caer.
Gracias a Dios.
Este de Angola, diciembre de 1969.
Capítulo IV
La guerra ha terminado y no siento que haya ganado nadie, volví a perderme el
nacimiento de mi segundo hijo y también del tercero, porque ellos no me dejarán ir, siempre
llegan para tocar a mi puerta y la vida me condenó por siempre abrirla.
Lisboa, 1980.
Emigré cuando de mi propia tierra tuve suficiente, cuando me di cuenta de que debía
irme, irme lejos, irme por mucho tiempo (nunca volví). Es este nuevo puerto el que me ha
recibido con los brazos abiertos y aquí es donde crecerán mis hijos.
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Entonces sí, mis hijos iban creciendo, pero con ellos también crecían mis penas,
penas que se alimentaban por temor a un castigo, penas que crecían y brotaban en mi piel
como un sarpullido, penas que solo se aplacaban con alcohol y cigarros. Cigarros que, en la
misma medida que acallaban las voces de la culpa, llenaban mis pulmones de un aire
inmundo.
Fumé, creí que estaría bien, que al menos eso no me pasaría a mí, pero pasó. El aire
ya no llega a mis pulmones, el peso de setenta y tres años de vida se yergue sobre mi espalda
y pesa como el plomo, mis dientes son todos propiedad del Ratón Pérez. Mi cerebro desvaría
y muchas veces no recuerdo esto que hoy te he contado, y lo que queda de mi cuerpo
flacuchento y lánguido la mayoría del tiempo no lo siento mío.
Y veo el rostro de mi familia, sus ojos se enrojecen bajo la sombra de las lágrimas
cada vez que me miran, un dolor que identifico como el dolor de la partida, intuyo que no la
de ellos, sino la mía. Creen que pueden ocultarlo, que han disimulado bien… pero no pueden
mentir: mis pecados han corrido y me han alcanzado.
Por eso te pido a ti, karma, karma que ahora muele mis huesos, que la vida de aquellos
que murieron por mi mano ya no pese sobre mis hombros, ya me arrepentí cuanto pude. De
todas formas, nos veremos en el purgatorio, eso te aseguro. Ya mi muerte es innegable.
Caracas, 30 de octubre de 2023.
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