
https://doi.org/10.56219/letras.v65i107.4733
Capítulo III
Hoy nuevamente es de noche, hemos alcanzado un campamento con más de los
nuestros: nos han salvado. El hambre la hemos calmado con yucas, en esta región crecen y
brotan con tanta abundancia y facilidad como le es fácil al sol amanecer cada mañana.
Lástima que debamos comerlas crudas.
Y así subsistimos los últimos días. Ahora, en la soledad de mi guardia, puedo
reflexionar, recordar, pensar. Pensar en que mi hijo debió haber nacido hace tres meses, a
menos que muriera al nacer, no sé, son cosas que no sabré hasta que vuelva a casa… y estoy
convencido a este punto de que ya nadie lo hará, solo queda salir adelante.
En medio de mis cavilaciones veo un fuego, uno lejano que se delata por el humo que
desprende: es una hoguera, no es nuestra, es de ellos —los otros—. Quizás se están
acercando, quizás nos están acechando, quizás están esperando a atacarnos.
Son ellos o nosotros.
Es lo que pienso antes de arrojar el mortero, que se despliega en el cielo, se fragmenta
en el aire y se estrella para destrozar todo como un meteorito. Ya no hay hoguera. Ya no hay
más de ellos. Cayó donde debía caer.
Gracias a Dios.
—Este de Angola, diciembre de 1969.
Capítulo IV
La guerra ha terminado y no siento que haya ganado nadie, volví a perderme el
nacimiento de mi segundo hijo y también del tercero, porque ellos no me dejarán ir, siempre
llegan para tocar a mi puerta y la vida me condenó por siempre abrirla.
—Lisboa, 1980.
Emigré cuando de mi propia tierra tuve suficiente, cuando me di cuenta de que debía
irme, irme lejos, irme por mucho tiempo (nunca volví). Es este nuevo puerto el que me ha
recibido con los brazos abiertos y aquí es donde crecerán mis hijos.